En estado de sitio


Desde 2008 nuestra ciudad se encuentra invadida. Miles de elementos del Ejército Mexicano y de la Policía Federal Preventiva fueron presentados a la ciudadanía como los futuros salvadores de la ciudad.

Con esperanza, los habitantes de Ciudad Juárez recibieron a las nuevas fuerzas del orden. Con optimismo, chicos y grandes observaban el desfile de convoyes en su entrada triunfal por la ciudad.

A lo largo de la ciudad surgieron campamentos para albergar a las tropas. Miles de efectivos patrullaban nuestras calles. Un gran porcentaje del erario municipal se destinó a su manutención, razón por la que muchos proyectos de obra pública tuvieron que ser postergados o abandonados.

Por todos lados surgieron retenes. A discreción, transeúntes y conductores eran detenidos y revisados. Las calles se congestionaban y el tránsito de vehículos se entorpecía. Grupos de militares recorrían las calles. Con la ayuda de artefactos mágicos que les permitían adivinar quién escondía drogas, armas, cuerpos y dinero, escogían a quienes revisar. En un principio, los ciudadanos creímos que se trataba de un mal necesario: una incomodidad pasajera mientras los malhechores eran localizados y puestos en su lugar.

Se trataba de un ejercicio de simulación en el que caravanas de vehículos oficiales se paseaban por nuestras calles. Nuestra ciudad ahora brinda un paisaje urbano antes reservado a países en estado de guerra. Vehículos oficiales recorrían las calles a exceso de velocidad, ocasionando accidentes graves y culpando siempre al desafortunado conductor que se cruzara en su camino.

En lugar de disminuir, los secuestros, las extorsiones, los levantones y los asesinatos se incrementaron alarmantemente. El artefacto mágico servía de excusa para detener vehículos y allanar moradas sin órdenes judiciales. Las violaciones a las garantías individuales se convirtieron en el pan de cada día. Las fuerzas del orden golpeaban y ‘levantaban’ a ciudadanos sin ofrecer explicaciones. Algunos de ellos no han sido vistos de nuevo. Las denuncias en contra de militares y federales iban en aumento, aunque la mayoría de los abusos nunca fueron reportados por temor a represalias. En ruedas de prensa, sus superiores negaban las acusaciones o se ofrecían hacer pagar a los culpables y después se olvidaban del asunto.

Las arcas municipales servían para pagar los salarios de quienes se convertirían en los principales depredadores de la ciudadanía.

Con total libertad, elementos de la Policía Federal Preventiva se dedicaron al pillaje, convirtiéndose en malvivientes con licencia: conductores eran amenazados con ser despojados de sus vehículos si no entregaban grandes sumas de dinero, comerciantes eran amenazados con ser inculpados por delitos ajenos si no cedían a las exigencias de su codicia. Viviendas saqueadas ante los ojos de sus habitantes.

Nuestros gobernantes ciegos e impasibles ante la situación permiten que nuestros derechos humanos sean vejados día tras día.

Hace más de 2 años que ellos llegaron y la situación sigue empeorando. No hay resultados concretos. Los criminales siempre logran eludir a las fuerzas del orden; en ocasiones frente a sus ojos.
Bajo el cobijo de la impunidad oficial, nuestros supuestos protectores se convirtieron en nuestra plaga principal.