Durante la madrugada del domingo 31 de enero de 2010, un comando armado interrumpió una fiesta juvenil en Villas de Salvarcar. Minutos más tarde, el estruendo de fusiles de asalto se escuchó a varias cuadras a la redonda, despertando a los vecinos que dormían plácidamente. Asustados, los vecinos alcanzaron a ver la huida del un grupo de sicarios; tras ellos un arroyo de sangre también abandonaba la vivienda y corría hasta la calle (literalmente). Se trataba de la sangre de sus hijos, familiares y amigos, mezclada en el suelo, aun tibia.
Al menos 13 jóvenes perdieron la vida, y al menos 16 resultaron heridos. Se trataba, en su mayoría, de adolescentes matriculados en el CBTIS 128 –una institución de educación media superior-, algunos de ellos habían recibido premios gracias a su alto desempeño académico. Según la versión de amigos y familiares, se trataba de un grupo de adolescentes. Deportistas que unas cuantas horas atrás habían ganado un campeonato local de futbol Americano y, eufóricos, se encontraban festejando.
La noticia rápidamente recorrió el mundo. El pueblo de Juárez exigía justicia y no podía contener su dolor e indignación. En un comunicado oficial emitido durante una gira en Japón, el presidente Calderón solo atinó a decir que se trataba de pandilleros, implicando con ello que se trataba de una perdida poco importante. Palabras ligeras e irresponsables, carentes del menor respeto hacia el dolor de madres y familiares; dirigidas al mundo por un mandatario que durante cerca de 2 años de asesinatos y más de 4000 muertes salvajes acumuladas en Ciudad Juárez había sido incapaz de, al menos, visitar la ciudad. Un insulto que hasta el día de hoy no se olvida.
A más de seis meses de ocurrida la masacre, el crimen continúa impune.